Culminamos la primera década del siglo XXI con un país metido en los avatares del debate electoral para Congreso y presidencia de la República, pero también con serias incertidumbres sobre nuestro rol en el ámbito geopolítico y, en lo interno, aún con los eternos cuestionamientos sobre corrupción.
Colombia es un país de contrastes, nos han inculcado desde el colegio y a través de los medios masivos de comunicación. Eso de “país de contrastes” es un esquema mental que nos lleva a soñar nuestros privilegios geográficos en escenarios de competitividad y de desarrollo sostenible, pero también a convivir en medio de todas las contradicciones sociales y, sobre todo, a aceptar las normopáticas situaciones de “señorío” político dentro del modelo de que “lo que está hecho, hecho está; así que esto no lo cambia nadie”.
Somos megadiversos gracias a la excelsa madre natura, pero también en lo social y lo cultural.Nuestro territorio será por siempre la principal fuente de riqueza, y se afirma así no por nostalgia de la sociedad agraria ni por contrariedad ante lo destructivo que resulta la revolución industrial ni lo artificial de la nueva era digital y del conocimiento. Es que de allí proviene todo, hasta la vida.
Las estadísticas mundiales e indicadores económicos al respecto no nos ubican mal: somos un país regular, pero podríamos mejorar y acercarnos al megadesarrollo, pues tenemos condiciones para tal aspiración. China, hasta hace apenas dos generaciones estaba peor que Colombia, con un tremendo desequilibrio social y una monstruosa economía deficitaria; hoy, fruto de apropiarse de su propio mercado y combinar los dos sistemas políticos antagónicos, compite por igual con las principales potencias del mundo.
Un país es competitivo cuando tiene los atributos y la capacidad pública o privada –con magnífico capital humano, suficiente infraestructura y eficiencia administrativa- de proveer sistemáticamente ventajas comparativas que le permitan alcanzar, sostener y mejorar una posición pertinente en su bienestar, pero también por ser abierto y expansivo en su entorno socioeconómico, con ética solidaria.
Pero cuando la política relaciona simbióticamente poder y pecado se destruye el tejido ético general y se desequilibra la sociedad, hundiéndose en el subdesarrollo. Y el peor de los pecados en la composición social y política es la corrupción, que en Colombia degrada todos los sectores y estratos. Tal mal tiene vectores en todas las vías, pero indiscutiblemente su mayor responsable es el Estado como ente regulador del comportamiento nacional. Y si el Estado es, además, su primer promotor, qué ejemplo se le puede mostrar a los otros frentes sociales para animarlos a trabajar articulados hacia el desarrollo. Según la Corporación Transparencia por Colombia, en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, el país obtuvo una calificación 3.8/10 en el 2009, entre 180 países, ubicándose en el puesto 75. El 91% de los empresarios considera que los integrantes del sector ofrecen sobornos en sus negocios. En este indebido ejercicio, el país pierde anualmente 4 billones de pesos.
Y en los medios de comunicación encontramos a diario noticias que nos reportan el preocupante naufragio del país en manos de la corrupción, tanto en las distintas ramas del poder y entidades ejecutivas y territoriales, como en los diferentes organismos de control y gremios privados (Parapolítica, Agro Ingreso Seguro, “Yidispolítica”, DAS, “Lavado de activos”, “Falsos positivos”, “Paseos de la muerte”, “Oficina de Envigado”, “Caso Tom y Jerry”, DMG, Chambacú, etc.). Pero son los mismos comunicadores quienes, además de hacerle eco natural a los hechos y las conductas que ciertamente diseñan la imagen nacional –cosa innegable que debe socializarse, porque no se puede vivir desconociendo los propios males-, los llamados a ayudar a contrarrestar el fenómeno con la protección de valores éticos colectivos y democráticos, en la construcción de una ciudadanía participativa y transformadora, capaz de hacerle resistencia al mal (incluida la subversión armada, el narcotráfico y la politiquería) y realizar buenas prácticas para superar tales conflictos, haciendo debido control social y defendiendo el Estado Social de Derechos.
Un país megacomplicado, que conviene ayudar para convivir en pazLa democracia reside en la totalidad de los miembros de una nación y es el mejor poder de que dispone el ciudadano, en cuya utilización es capaz de demostrar su sabiduría (cada pueblo tiene el gobierno que se merece, o hay pueblos que no se dan cuenta del gobierno que tienen). Por ello, los mecanismos de intervención popular son los primero que debemos revisar demoscópica y rigurosamente en cualquier proyecto de reconstrucción social, en el marco de la pluridiversidad y la tolerancia, de la secuenciación entre prevención y riesgo. De ahí se desprendería un sistema incluyente de representación gubernamental, alternado, eficiente y transparente, que planifique los roles de contextualidad y conceptualidad, productividad, competitividad y desarrollo sustentable y sostenible, bajo los principios de participación, formación, honestidad, justicia y equidad, respeto e igualdad de oportunidades para todos. Esto, de hecho, debe crear un nuevo imaginario ciudadano y una conciencia colectiva sin miedo al cambio.
Para ello no hay que ir muy lejos: a la vuelta de la esquina, sin que nos lleven, encontramos la solución: el voto limpio.
Colombia es un país de contrastes, nos han inculcado desde el colegio y a través de los medios masivos de comunicación. Eso de “país de contrastes” es un esquema mental que nos lleva a soñar nuestros privilegios geográficos en escenarios de competitividad y de desarrollo sostenible, pero también a convivir en medio de todas las contradicciones sociales y, sobre todo, a aceptar las normopáticas situaciones de “señorío” político dentro del modelo de que “lo que está hecho, hecho está; así que esto no lo cambia nadie”.
Somos megadiversos gracias a la excelsa madre natura, pero también en lo social y lo cultural.Nuestro territorio será por siempre la principal fuente de riqueza, y se afirma así no por nostalgia de la sociedad agraria ni por contrariedad ante lo destructivo que resulta la revolución industrial ni lo artificial de la nueva era digital y del conocimiento. Es que de allí proviene todo, hasta la vida.
Las estadísticas mundiales e indicadores económicos al respecto no nos ubican mal: somos un país regular, pero podríamos mejorar y acercarnos al megadesarrollo, pues tenemos condiciones para tal aspiración. China, hasta hace apenas dos generaciones estaba peor que Colombia, con un tremendo desequilibrio social y una monstruosa economía deficitaria; hoy, fruto de apropiarse de su propio mercado y combinar los dos sistemas políticos antagónicos, compite por igual con las principales potencias del mundo.
Un país es competitivo cuando tiene los atributos y la capacidad pública o privada –con magnífico capital humano, suficiente infraestructura y eficiencia administrativa- de proveer sistemáticamente ventajas comparativas que le permitan alcanzar, sostener y mejorar una posición pertinente en su bienestar, pero también por ser abierto y expansivo en su entorno socioeconómico, con ética solidaria.
Pero cuando la política relaciona simbióticamente poder y pecado se destruye el tejido ético general y se desequilibra la sociedad, hundiéndose en el subdesarrollo. Y el peor de los pecados en la composición social y política es la corrupción, que en Colombia degrada todos los sectores y estratos. Tal mal tiene vectores en todas las vías, pero indiscutiblemente su mayor responsable es el Estado como ente regulador del comportamiento nacional. Y si el Estado es, además, su primer promotor, qué ejemplo se le puede mostrar a los otros frentes sociales para animarlos a trabajar articulados hacia el desarrollo. Según la Corporación Transparencia por Colombia, en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, el país obtuvo una calificación 3.8/10 en el 2009, entre 180 países, ubicándose en el puesto 75. El 91% de los empresarios considera que los integrantes del sector ofrecen sobornos en sus negocios. En este indebido ejercicio, el país pierde anualmente 4 billones de pesos.
Y en los medios de comunicación encontramos a diario noticias que nos reportan el preocupante naufragio del país en manos de la corrupción, tanto en las distintas ramas del poder y entidades ejecutivas y territoriales, como en los diferentes organismos de control y gremios privados (Parapolítica, Agro Ingreso Seguro, “Yidispolítica”, DAS, “Lavado de activos”, “Falsos positivos”, “Paseos de la muerte”, “Oficina de Envigado”, “Caso Tom y Jerry”, DMG, Chambacú, etc.). Pero son los mismos comunicadores quienes, además de hacerle eco natural a los hechos y las conductas que ciertamente diseñan la imagen nacional –cosa innegable que debe socializarse, porque no se puede vivir desconociendo los propios males-, los llamados a ayudar a contrarrestar el fenómeno con la protección de valores éticos colectivos y democráticos, en la construcción de una ciudadanía participativa y transformadora, capaz de hacerle resistencia al mal (incluida la subversión armada, el narcotráfico y la politiquería) y realizar buenas prácticas para superar tales conflictos, haciendo debido control social y defendiendo el Estado Social de Derechos.
Un país megacomplicado, que conviene ayudar para convivir en pazLa democracia reside en la totalidad de los miembros de una nación y es el mejor poder de que dispone el ciudadano, en cuya utilización es capaz de demostrar su sabiduría (cada pueblo tiene el gobierno que se merece, o hay pueblos que no se dan cuenta del gobierno que tienen). Por ello, los mecanismos de intervención popular son los primero que debemos revisar demoscópica y rigurosamente en cualquier proyecto de reconstrucción social, en el marco de la pluridiversidad y la tolerancia, de la secuenciación entre prevención y riesgo. De ahí se desprendería un sistema incluyente de representación gubernamental, alternado, eficiente y transparente, que planifique los roles de contextualidad y conceptualidad, productividad, competitividad y desarrollo sustentable y sostenible, bajo los principios de participación, formación, honestidad, justicia y equidad, respeto e igualdad de oportunidades para todos. Esto, de hecho, debe crear un nuevo imaginario ciudadano y una conciencia colectiva sin miedo al cambio.
Para ello no hay que ir muy lejos: a la vuelta de la esquina, sin que nos lleven, encontramos la solución: el voto limpio.